Desde muy pequeño escuché la frase “somos únicos e irrepetibles”, pero como muchas de las cosas que oímos las dejamos y no le damos trascendencia hasta que nos pegan profundo o nos conmueven por alguna experiencia en particular. Por ello, después de lo que me sucedió, insisto con más énfasis “somos únicos e irrepetibles”.
Con un bagaje muy importante de inexperiencia comencé mi labor docente, creído que oír es lo mismo que escuchar, desarrollé la primera parte de mis clases escuchándome y no prestando la debida atención a la otra parte de esa construcción, los alumnos. Por formación o deformación creía que la clase magistral era lo que le daba cabida al conocimiento y que, como un recipiente, una vez llenos de mi saber iban a trascender de la ignorancia a la sapiencia sin escalas.
Si bien nadie me había enseñado, creo que el sentido común debía haberme orientado, pero no lo hizo y mirando el horizonte y siguiendo la lista hacía participar a los alumnos, pero convencido que en realidad poco iban a aportar y que su intervención era más para saber si habían prestado atención o peor aún para comprobar que no lo habían hecho.
Recorría la lista una y otra vez de arriba hacia abajo y a la inversa para que todos y cada uno se sintiera convocado a intervenir, pero no prestaba la atención necesaria, ni en la persona, ni en la propia reflexión hecha por el alumno y tomaba sus palabras para acotar, agregar o parafrasear sobre lo ya explicado.
Este equívoco pedagógico se complementaba con el hecho que leía, siempre, de la lista los apellidos de los alumnos y no reparaba lo suficiente para recordarlos, lo que se observaba como un trato aún más despersonalizado.
Muchas veces esta situación se exacerbaba cuando el alumno presentaba algún tipo de conflictividad, sea ello que era conversador, contestatario, indolente o cualquier postura no esperada o aprobada por mí.
Allí aparece en escena Guido, que por supuesto no lo conocía por su nombre de pila, a lo sumo repetía su apellido para que en forma casi permanente contestara mal a mis requerimientos y se quejara permanentemente de algo que yo, no le entendía.
Para completar una descripción de cómo yo lo catalogaba hasta aquel momento, era un alumno inquieto, contestador, siempre estaba en la línea de fuego, por una u otra razón me incomodaba y personalmente yo entendía que ese sentimiento era mutuo.
Así, con esa carga emocional cotidiana, igualmente en las clases lo confrontaba:
- Plamer, ¿qué acabo de explicar?; ¿puede repetirlo?
Casi desoyendo, porque intuía que su inquietud y displicencia lo llevaba a no prestar atención, con pocas ganas escuchaba:
- Profesor, yo quería decirle primero que…
- Plamer, no me explique lo que Usted quiera, solamente responda a mi pregunta. ¿tengo que decirle nuevamente las cosas?
- Profesor, si Usted me permite, primero me interesaría…
- Listo Plamer, sigamos con el que está después en la lista porque veo que no nos pondremos de acuerdo.
Y Guido se refugiaba como podía en su silencio y la clase se desarrollaba a un ritmo que erróneamente marcaba desde mi propia equivocación.
Así se repitió la escena durante varias clases, cuando llegaba al lugar de la lista donde Guido debía intervenir, se desarrollaba la escena casi calcada:
- Plamer, ¿puede decir algo de lo explicado en la clase?
- Profesor, yo quería…
- Plamer, ¿puede o no puede aportar algo?
- Profesor, si Usted me permite…
Y el diálogo se interrumpía nuevamente hasta que la lista de alumnos intervinientes recayera en la letra P.
Una tarde de agosto, ingresé a la clase y lo vi a Guido mal sentado y hablando locuazmente durante el momento del saludo. Esta situación, sumada a su poca disposición habitual hizo que me enojara y comencé a decirle:
- Plamer, ¿puede ser posible, ahora ni siquiera me saluda cuando ingreso en la clase?
- Profesor, discúlpeme, pero yo quería…
- Plamer, ¿ahora, también tiene algo que decir?, ¿siempre va a ser así? Terminela, no siga con esto, por favor.
Y bajé el tono, superado con lo que yo entendía como una insolencia. Mientras que en el silencio del aula se colaba la frase de Guido que apenas murmuraba:
- Profesor, yo no me llamo Plamer, mi apellido es Palmer y es lo único que le quería aclarar.
Aquel día recibí una verdadera lección y Palmer me hizo entender que mi postura era académicamente insostenible. Le pedí disculpas al alumno, pero me fui de allí sintiéndome muy pequeño y sabiendo que en realidad desde aquella postura no podía enseñar y de hecho no enseñaba nada.
Desde ese momento leo atentamente los apellidos de mis alumnos antes de la primer clase y los memorizo a partir de la segunda, método que me ha dado muy buenos resultados porque los alumnos se sienten reconocidos y apreciados. En la mayoría de los casos les pregunto sobre el origen de sus ancestros y esto motiva un acercamiento mayor y hasta los incentiva a hablar con sus mayores sobre el tema. Aún más importante es que desde aquel día dejo que mis alumnos terminen sus frases, no los interrumpo y muchas veces indago si no tienen nada que agregar. Palmer, Guido, ese muchacho díscolo e inquieto me enseñó a escuchar atentamente a los alumnos y a entender que la base de la comunicación más que en lo que se dice está en la actitud y disposición que se pone al hacerlo.
Entendí, a fin de cuentas, que en el rompecabezas de la vida, poner mal una ficha es una equivocación grave y a partir de ese instante he tratado permanentemente de no repetirlo.
Con un bagaje muy importante de inexperiencia comencé mi labor docente, creído que oír es lo mismo que escuchar, desarrollé la primera parte de mis clases escuchándome y no prestando la debida atención a la otra parte de esa construcción, los alumnos. Por formación o deformación creía que la clase magistral era lo que le daba cabida al conocimiento y que, como un recipiente, una vez llenos de mi saber iban a trascender de la ignorancia a la sapiencia sin escalas.
Si bien nadie me había enseñado, creo que el sentido común debía haberme orientado, pero no lo hizo y mirando el horizonte y siguiendo la lista hacía participar a los alumnos, pero convencido que en realidad poco iban a aportar y que su intervención era más para saber si habían prestado atención o peor aún para comprobar que no lo habían hecho.
Recorría la lista una y otra vez de arriba hacia abajo y a la inversa para que todos y cada uno se sintiera convocado a intervenir, pero no prestaba la atención necesaria, ni en la persona, ni en la propia reflexión hecha por el alumno y tomaba sus palabras para acotar, agregar o parafrasear sobre lo ya explicado.
Este equívoco pedagógico se complementaba con el hecho que leía, siempre, de la lista los apellidos de los alumnos y no reparaba lo suficiente para recordarlos, lo que se observaba como un trato aún más despersonalizado.
Muchas veces esta situación se exacerbaba cuando el alumno presentaba algún tipo de conflictividad, sea ello que era conversador, contestatario, indolente o cualquier postura no esperada o aprobada por mí.
Allí aparece en escena Guido, que por supuesto no lo conocía por su nombre de pila, a lo sumo repetía su apellido para que en forma casi permanente contestara mal a mis requerimientos y se quejara permanentemente de algo que yo, no le entendía.
Para completar una descripción de cómo yo lo catalogaba hasta aquel momento, era un alumno inquieto, contestador, siempre estaba en la línea de fuego, por una u otra razón me incomodaba y personalmente yo entendía que ese sentimiento era mutuo.
Así, con esa carga emocional cotidiana, igualmente en las clases lo confrontaba:
- Plamer, ¿qué acabo de explicar?; ¿puede repetirlo?
Casi desoyendo, porque intuía que su inquietud y displicencia lo llevaba a no prestar atención, con pocas ganas escuchaba:
- Profesor, yo quería decirle primero que…
- Plamer, no me explique lo que Usted quiera, solamente responda a mi pregunta. ¿tengo que decirle nuevamente las cosas?
- Profesor, si Usted me permite, primero me interesaría…
- Listo Plamer, sigamos con el que está después en la lista porque veo que no nos pondremos de acuerdo.
Y Guido se refugiaba como podía en su silencio y la clase se desarrollaba a un ritmo que erróneamente marcaba desde mi propia equivocación.
Así se repitió la escena durante varias clases, cuando llegaba al lugar de la lista donde Guido debía intervenir, se desarrollaba la escena casi calcada:
- Plamer, ¿puede decir algo de lo explicado en la clase?
- Profesor, yo quería…
- Plamer, ¿puede o no puede aportar algo?
- Profesor, si Usted me permite…
Y el diálogo se interrumpía nuevamente hasta que la lista de alumnos intervinientes recayera en la letra P.
Una tarde de agosto, ingresé a la clase y lo vi a Guido mal sentado y hablando locuazmente durante el momento del saludo. Esta situación, sumada a su poca disposición habitual hizo que me enojara y comencé a decirle:
- Plamer, ¿puede ser posible, ahora ni siquiera me saluda cuando ingreso en la clase?
- Profesor, discúlpeme, pero yo quería…
- Plamer, ¿ahora, también tiene algo que decir?, ¿siempre va a ser así? Terminela, no siga con esto, por favor.
Y bajé el tono, superado con lo que yo entendía como una insolencia. Mientras que en el silencio del aula se colaba la frase de Guido que apenas murmuraba:
- Profesor, yo no me llamo Plamer, mi apellido es Palmer y es lo único que le quería aclarar.
Aquel día recibí una verdadera lección y Palmer me hizo entender que mi postura era académicamente insostenible. Le pedí disculpas al alumno, pero me fui de allí sintiéndome muy pequeño y sabiendo que en realidad desde aquella postura no podía enseñar y de hecho no enseñaba nada.
Desde ese momento leo atentamente los apellidos de mis alumnos antes de la primer clase y los memorizo a partir de la segunda, método que me ha dado muy buenos resultados porque los alumnos se sienten reconocidos y apreciados. En la mayoría de los casos les pregunto sobre el origen de sus ancestros y esto motiva un acercamiento mayor y hasta los incentiva a hablar con sus mayores sobre el tema. Aún más importante es que desde aquel día dejo que mis alumnos terminen sus frases, no los interrumpo y muchas veces indago si no tienen nada que agregar. Palmer, Guido, ese muchacho díscolo e inquieto me enseñó a escuchar atentamente a los alumnos y a entender que la base de la comunicación más que en lo que se dice está en la actitud y disposición que se pone al hacerlo.
Entendí, a fin de cuentas, que en el rompecabezas de la vida, poner mal una ficha es una equivocación grave y a partir de ese instante he tratado permanentemente de no repetirlo.